11 de junio de 2008

Un chiste

En un pueblo pequeño, una vez a la semana se juntaban a jugar pocker, clandestinamente, el cura, el rabino, el pastor y un guía espiritual musulmán.En una de sus tantas reuniones entra sorpresivamente la policía y al ver que se trata de los religiosos del pueblo les dice la policía: Señores para no llevarlos presos ustedes tienen que jurar que no estaban jugando poker.Cura: Yo juro por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo que no estaba jugando poker.Pastor: Yo juro por Dios que no estaba jugando pockerMusulman: Yo juro por Ala que no estaba jugando pocker.Rabino: Yo no juro.Policía: Es decir ¿usted admite que estaba jugando pocker?Rabino: ¿Quien?, ¿Yo jugando pocker? ¿Con quien? ¿Solo?

para cobrar la asignación familiar por hijo discapacitado

Con fecha 10-08-2007, presenté la solicitud correspondiente para acceder a la asignación familiar por hijo discapacitado, bajo el expediente Nª ......................................................., cuya fotocopia adjunto

De acuerdo a la ley de asignaciones familiares Nª 24.714, B.O. 18-10-1996, corresponde percibir la asignación solicitada en el mes que se formalice dicho pedido:”ARTICULO 8 - La asignación por hijo con discapacidad consistirá en el pago de una suma mensual que se abonará al trabajador por cada hijo que se encuentre a su cargo en esa condición, sin límite de edad, a partir del mes en que se acredite tal condición ante el empleador. A los efectos de esta ley se entiende por discapacidad la definida en la Ley N.22.431, artículo 2.”

Con fecha 12-09-2007, procedi a cobrar mi jubilación, cuyo recibo en fotocopia adjunto, en el cual se puede apreciar que no se ha procedido a liquidar la pertinente asignación familiar por hijo discapacitado, teniendo en cuenta que la antes mencionada ley de asignaciones familiares dice: “ARTICULO 15. - Los beneficiarios del Sistema Integrado de Jubilaciones y Pensiones gozarán de las siguientes prestaciones: a) Asignación por cónyuge.b) Asignación por hijo.c) Asignación por hijo con discapacidad.”

Por lo expuesto y habiendo vencido el plazo acordado por ley vengo a interponer el recurso de pronto despacho que me otorga la ley Nª 19.549 de Procedimientos Administartivos ARTICULO 10.- El silencio o la ambigüedad de la Administración frente a pretensiones que requieran de ella un pronunciamiento concreto, se interpretarán como negativa. Sólo mediando disposición expresa podrá acordarse al silencio sentido positivo. Si las normas especiales no previeren un plazo determinado para el pronunciamiento, éste no podrá exceder de SESENTA días. Vencido el plazo que corresponda, el interesado requerirá pronto despacho y si transcurrieren otros TREINTA días sin producirse dicha resolución, se considerará que hay silencio de la Administración.
Es por ello, que sintiendo lesionado mi derecho, solicito que esa ANSES, se expida y lo haga favorablemente en el plazo legal ya que de no ser así, haré responsable solidariamente al funcionario que demore este expediente

10 de junio de 2008

Necesitas clases de quimica?

Aca hay un profesor particular http://profesorparticularquimica.blogspot.com/ profesoraquimica.blogspot.com

Otro cuento genia

No mencionaré el lugar ni la fecha exactos de lo sucedido, tan solo que fue en el campo, bastante alejado de cualquier ciudad o pueblo, y en invierno, por lo que estaba todo nevado.
Había llegado en coche con el alba y estaba cazando sin más compañía que la de mi perra. No llevábamos más de media hora cuando se detuvo frente a un arbusto y quedó paralizada, de muestra, con la pata levantada a medio paso y la cabeza, espalda y rabo en línea recta apuntando a la presa que había localizado. Yo me había quitado el chaleco para recolocármelo de una forma más cómoda, y lo dejé sobre una roca para que no me molestara al disparar, mientras le quitaba el seguro a la escopeta y me acercaba a la perra sigilosamente, listo para que en cualquier momento un animal saliera saltando de su escondite. Nunca sabré que pieza era, ya que la nieve cedió bajo mi paso y comencé a caer. La escopeta se me disparó, y por el retroceso se me escapó de las manos, haciéndome perder más si cabe el equilibrio e imposibilitándome agarrarme a ningún sitio. Antes de perder el conocimiento, me dio tiempo a escuchar un ladrido de mi perra, excitada por mi caída repentina, con toda probabilidad asomándose al hueco por el que había desaparecido, con las orejas muy levantadas, y la escopeta tirada al lado suyo, junto al chaleco que contenía todo lo que en un principio necesitaba para salir de allí.
Desperté. Me sorprendió encontrarme sobre firme. Me puse en pié. No se veía nada. Empecé a moverme y a palparme. Ni nieve ni sangre, y todos los huesos sorprendentemente en su sitio. Me quedé quieto intentando averiguar donde estaba, ver u oír algo.

Nada.
El no ser, o la carencia absoluta de todo ser. Grité y escuché. No sabía por donde había llegado, pero seguro que estaba lejos de donde partí, ya que no se oía a mi perra ladrar respondiendo a mi llamada. Paulatinamente me calmé y fui haciéndome consciente de lo que había a mi alrededor, o más correctamente, de lo que no había.

Oscuridad.
Falta de luz y claridad para percibir cosas. Falta sin restricción. Únicamente se podía percibir el color negro. Envolviéndolo todo hasta hacerlo desaparecer. Envolviéndome a mi. El ambiente que me rodeaba era opresivo por la quietud que lo controlaba. Nada está tan tranquilo. No se veía nada, ni siquiera se me iba acostumbrando la vista aprovechando cualquier minúsculo foco de luz. Tampoco se oía. Ni siquiera una voz lejana, o el susurro del viento, ni el eco del susurro de una voz traído por el viento. No olía a nada. Ni al vicio de la habitación cerrada, ni a la pureza del campo abierto, ni a ninguno de los infinitos olores intermedios entre lo uno y lo otro. Alargué la mano hacia la derecha y toqué una pared. Fría sin llegar a helar, lisa sin ser completamente plana, y aunque no podía verla, estoy seguro de que era de color gris. Extendí la otra mano y no toqué nada. Puse los brazos en cruz, con la máxima amplitud, metro ochenta más o menos, y rocé la otra pared con las yemas de los dedos. Exactamente igual a su pariente de la derecha. Toqué el suelo: sin pendiente y con la misma falta de características que las paredes, que se fundían con él en formas redondeadas, sin formar el más mínimo resquicio de un ángulo. Intenté palpar el techo, pero no llegué, ni siquiera saltando. Empecé a caminar, despacio y asegurando cada paso, sin apartar la mano derecha de su pared, y con la izquierda al frente para no chocar con nada.

Vacío.
Falto de contenido físico o psíquico. La desorientación empezaba a ser generalizada. Además de la falta de percepciones sensoriales –lo único que notaba es la sequedad de la boca-, había perdido la noción del tiempo que llevaba caminando y ni siquiera estaba seguro de ir en línea recta. Bien podría haber tomado una ligera curva hacia uno u otro lado, y estar dando vueltas de varios kilómetros, continuamente en un circuito cerrado, o quizá existiera una pendiente imperceptible en el piso, y estaba subiendo o bajando sin darme cuenta, pues todo resultaba idéntico. Pero no, tan solo tenía que razonar. Me senté en el suelo, dejando a mi izquierda el camino recorrido, cogí un cartucho del cinturón y lo dejé en el suelo... se movió. Al principio casi nada, pero pronto me demostró que, en efecto, existía un ligero desnivel al comenzar a rodar, de tal forma que había ido subiendo sin darme cuenta. Me levanté, continué caminando, y repetí el proceso cada varios minutos. Siempre ascendiendo. Al menos sabía que no estaba dando vueltas, ya que en ese caso descendería y ascendería alternadamente, por lo que en algún momento tendría que llegar a algún lugar. No existen túneles tan largos. Esta conclusión de noción de un fin, y de acercarme cada vez más a él al ir subiendo, me hizo olvidarme parcialmente del cansancio que arrastraba desde hacía rato, aunque los pies estaban empezando a dolerme, y lo que más me apetecía era parar un rato y masajeármelos con las manos.

Infinito.
Que no tiene ni puede tener fin ni término. Que no tiene fin ni término era lo que estaba experimentando en aquel momento, si es que dentro de un marco de atemporalidad se puede emplear la palabra momento. Que no puede tener fin ni término era lo que estaba empezando a sospechar, o más bien a afirmar para mi. Y para mi desesperación. Me senté a descansar un poco y comencé a razonar lógicamente, para darme ánimos a mi mismo.
La zona geográfica en la que me encontraba era una meseta, sin montes demasiado altos hasta al menos cincuenta o más kilómetros de distancia. ¿Cuanto podría haber bajado en mi larga caída?. ¿Diez metros?, ¿veinte quizá?. Exageremos hasta los cincuenta. Si había estado subiendo durante que menos que diez horas (aunque bien podrían haber sido días) a un ritmo mínimo de tres o cuatro kilómetros por hora, habría caminado unos treinta o cuarenta kilómetros con una pendiente de, digamos el cinco por mil. Bajo esta suposición, habría ascendido unos ciento cincuenta o doscientos metros. Por lo tanto, manteniendo la premisa de haber caído como mucho cincuenta metros, ¡debería estar ya más de cien metros por encima del suelo!.
Incliné la cabeza hasta las rodillas e intenté llorar, pero únicamente salieron de mis ojos dos gotitas minúsculas que ni siquiera merecían llamarse lágrimas. Si al menos pudiera ver algo. U oírlo, olfatearlo, palpar algo que no fuera el tedio de la pared y el suelo carentes de cualquier propiedad.
Perdí toda esperanza y me dejé caer inerte como un harapo tirado al borde de un camino por el que no pasara nadie nunca.

Histerismo.
Estado pasajero de excitación nerviosa producido a consecuencia de una situación anómala. No sé hasta que punto pasajero, pero desde luego había en mi excitación nerviosa. Había oído algo. No sabría decir el qué, porque era un sonido tan débil que tuve que contener la respiración y cerrar los ojos (lo cual era absurdo, ya que no veía nada), y así alcanzar el nivel de concentración necesario para poder distinguir el sonido como ajeno a mi y a mi mecanismo. Lo volví a escuchar, aunque tuve que estar unos minutos más agazapado expectante, sin siquiera pensar, hasta que volviera a producirse, y así convencerme de su existencia real, y de que no era un espejismo auditivo debido a mi estado físico. Parecía provenir del túnel, más adelante, en la dirección hacia la que había estado caminando todo el tiempo.
Me levanté, con fuerzas renovadas por la buena nueva. Me costó mucho, ya que el breve descanso me había hecho más mal que bien, y al incorporarme, las rodillas y tobillos me crujieron, quejándose dolorosamente y haciéndome tambalearme y apoyarme en la pared para conservar el equilibrio. No pude evitar sonreír, ya que el sonido de las articulaciones había parecido el de una secuoya al ser talada y caer desde el cielo, partiéndose la madera estruendosamente. Tal era la amplificación del sonido en estas condiciones de ausencia del mismo. Aunque ahora ya no había una ausencia completa, porque había oído, o más bien escuchado algo.
Aceleré el paso hacia mi esperanzador y ruidoso destino, y noté como mi corazón bombardeaba sangre hasta las sienes, histérico al tiempo que se me escapaba una risita, que sonó más bien como un gemido desagradable en el túnel. Avancé zarandeándome a paso vivo, apoyándome con las dos manos en la pared de mi derecha.

Dolor.
Sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior. Aunque molesta y aflictiva se queda corto, no es de una parte del cuerpo sino más bien de todo el mismo, y es tanto por causa interior, por empezar a tener la certeza de la locura propia (no me cabe ni la menor duda de que es una de las peores sensaciones que puede tener el ser humano), como exterior, ya que, a pesar de pararme varias veces para volver a escuchar el sonido, éste no se repetía.
Al fin caí al suelo, al límite del desmayo, y dominado por la congoja, con el cuerpo machacado y el ánimo reventado. No podía estar pasándome aquello. Estaba completamente seguro de haber escuchado ese sonido, y había corrido, y lo había vuelto a escuchar, y había corrido de nuevo, y entonces el silencio. La desesperante calma absoluta que reinaba en el túnel. Pero había existido, y el ruido siempre es producido por algo, al menos algo diferente del maldito túnel de piedra. Y ese algo ya no estaba allí. Ni siquiera me importaba la naturaleza de la fuente del ruido, sólo quería encontrarla. Me obsesionaba encontrarla para demostrarme que no había perdido la cabeza. No tendría que haber sido así. Debería haberme importado la fuente del ruido. Debería haberme importado mucho, porque, tras derrumbarme, gritar, y decidir que ya nada me iba a levantar de allí, volvió a producirse, y esta vez a unos centímetros de mi.

Conmoción.
Movimiento o perturbación violenta del ánimo o del cuerpo. O de ambos. Del cuerpo, por medio del sentido auditivo. Del ánimo como consecuencia directa del anterior. Si, se volvió a producir “el sonido”. Esta vez fue a escasos centímetros, a la altura de mi cabeza, justo por donde había venido, detrás de mi. Si bien antes había sido tan débil que por la falta de detalle no podía asociarlo a nada conocido, ahora tampoco podía asociarlo a nada que yo hubiera conocido, pero por diferentes motivos. Lo percibí con claridad ilimitada, desgraciadamente para mi. Todos hemos pisado una cucaracha alguna vez, y en verdad es un sonido desagradable, un crujido característico, de ese par de élitros negros y duros que les recubren las alas, y casi se puede sentir los órganos del ortóptero reventando bajo la planta del pie. Ahora junta varios cientos de cucarachas, y ponlas debajo de un pie gigante, de una prensa hidráulica, que los aplaste muy lentamente, durante ocho o diez segundos, con todas sus décimas cada uno. Pon ese crepitar a unos centímetros de tu nuca, cuando menos te lo esperas, en un túnel que no sabes hacia donde se dirige, en el que no ves nada, y podrás hacerte una idea de como me sentí.
Lo único bueno es que, como no había comido ni bebido nada en horas (o días), no vomité por la violentísima arcada que me produjo semejante cacofonía. Durante la misma estaba paralizado de terror, y al acabar, volví la cabeza en un movimiento rápido hacia la fuente de aquello, con los ojos muy abiertos. Afortunadamente, y doy gracias todos los días desde entonces hasta hoy por ello, la oscuridad seguía siendo absoluta y no vi nada más que el color negro de siempre. Al extinguirse el sonido, la oscuridad hacía que pareciese que nunca se había producido, que se estaba en el mismo abismo de vacío que hasta entonces, pero no se podía obviar esa “existencia”, como cuando uno despierta de una pesadilla, y acaba con los monstruos que le hayan asustado en la misma.
Me levanté para echar a correr y entonces ocurrió lo peor.

Escolopendra.
Nombre común de varias especies de miriápodos de hasta veinte centímetros de longitud, cuerpo brillante y numerosas patas dispuestas por parejas. Viven bajo las piedras y suelen producir dolorosas picaduras mediante dos uñas venenosas que poseen en la cabeza.
Me levanté. Pero al empezar a correr, las piernas me fallaron, y tuve que apoyar mi brazo derecho sobre la pared para no caerme hacia atrás, y extender el izquierdo, en movimiento reflejo.
Lo toqué. Durante el segundo más dilatado de mi vida.
Siempre he pensado que una de las pocas cosas en las que casi todo ser humano está de acuerdo con sus congéneres es en la animadversión (por no llamarlo odio), que siente hacia los bichos en general, o hacia alguno de ellos en particular: arañas, cucarachas, saltamontes, ciempiés, escarabajos, gusanos, escorpiones...
Cuando extendí la mano, los toqué a todos a la vez. Recorrieron mis dedos y mi palma, expeliendo secreciones e inyectando venenos bajo mi piel. Sentí muchas picaduras antes de poder apartarla. Pero lo que peor me hizo sentir fue la sensación de que todos ellos se movían al unísono, como si formaran parte de un mismo ser, de un ser formado por miles de bichos de todos los tipos y tamaños.

Prisa.
Prontitud o rapidez con que sucede o se ejecuta una cosa. En este caso, mi huida. En verdad os digo que, a pesar del dolor de las picaduras de mi mano y del cansancio acumulado, corrí más rápido de lo que podría haberlo hecho un atleta de cien metros, chocándome contra las paredes, tropezando y cayéndome y levantándome otra vez. Corrí como si me persiguiera el diablo. De hecho estoy seguro de que si el diablo existe, yo lo he oído y lo he tocado. Y, aunque no lo sentía físicamente, estaba seguro de que venía tras mi. Para variar, no se lo que tardé, pero corrí y corrí por el túnel, y de repente me di cuenta de que todo había cambiado. Sentí un frío intenso, ya no estaba pisando roca sino nieve, la oscuridad no era tan opaca, sino que parecía más la de la noche, ni el silencio tan absoluto, ya que el viento aulló maravillosamente. Me paré y acostumbré un poco los ojos.
¡Estaba en el campo!. De hecho, estaba a tan sólo unos metros de donde había desaparecido, pero era noche cerrada. En cuanto me orienté fui al coche, que estaba muy cerca. Mi perra estaba acostada junto al mismo, y cuando aparecí comenzó a dar brincos alrededor mío, pidiendo una caricia, que gustosamente le otorgué. Entré y bebí agua de una botella que guardaba en el asiento de atrás. Entonces me di cuenta de que no sentía el brazo, estaba hinchándose y supurando por la zona de las picaduras. Me hice un torniquete con una manga arrancada de mi propia camisa tan rápido como pude, y eso salvó mi vida. La mano no corrió tan buena suerte. Me la amputaron a la altura del hombro en el hospital, a tan sólo un cuarto de hora del lugar en el que me encontraba, al cual pude llegar conduciendo a malas penas. Por supuesto, los médicos que me atendieron, se quedaron boquiabiertos al ver que tenía treinta y cuatro picaduras de veinte tipos de “bichos” diferentes, diez de ellos no incluidos en nuestra fauna, y otros seis imposibles de identificar.

Incógnita.
Causa o razón oculta de algo. Es aquello que precisamente intento evitar. Francamente, creo que estoy mejor sin tener una explicación de lo que me pasó, porque no se si podría soportarla. Qué me ocurrió durante los dos días y medio que duró mi extraña pérdida, qué era lo que oí y palpé, si era único o perteneciente a una especie, qué tipo de seres podríamos encontrar a kilómetros de distancia, justo debajo de nosotros, en túneles demasiado perfectos como para ser construidos por algo no inteligente, y cuantas cosas hay aún que escapan al ser humano y a su entendimiento, son las cuestiones que intento evitar a toda costa. Sobre todo muchas noches, en las que me despierto entre gemidos en la oscuridad de mi dormitorio, con un sudor frío por todo el cuerpo, sacudiéndome bichos inexistentes de una mano izquierda, también inexistente.

Un cuento hermoso

Me llamo Carlos Fernández Valle y voy a morir. Lo sé. Puede que me quede una hora o un día, pero contemplo mi situación más como alivio que como penalidad, ya que de esta forma podré escapar del horror que se ha convertido en mi compañero infatigable desde hace poco.
Ustedes me han pedido que les cuente lo ocurrido siete días atrás y que me ha conducido a mi situación actual, pero para alcanzar a entender como he llegado a convertirme en la caricatura de ser humano que soy en estos momentos, tendré que comenzar a narrar mi historia desde un poco antes del lamentable acontecimiento por el cual me preguntan. En concreto desde una mañana, hará un mes, en la que mi primo Juan Fernández Villalobos vino a mí.

Juan era un buen hombre. Algo reservado y muy introvertido, pero una vez se llegaba a conocerlo bien resultaba ser una caja de sorpresas. Muy culto e inteligente, poseía un sentido del humor negro de esos que gustan tanto a la gente de hoy. Nos criamos juntos ya que perdió a su madre muy pronto y él y su padre (no tenía hermanos) vinieron a vivir con mi familia y conmigo.
De niños éramos inseparables, aunque con el tiempo nos fuimos alejando un poco. Cuando llegó la hora de venir a Madrid para estudiar en la universidad, él escogió la historia y yo la medicina, por lo que desde entonces nos distanciamos bastante, si bien continuábamos viéndonos con asiduidad. Fue hace un año aproximadamente cuando recibió un golpe del que nunca se recuperaría al morir su padre, al que estaba muy unido. A partir de ese momento se volvió aún más solitario y nuestros caminos se separaron definitivamente.

Hace un mes, el quince de septiembre, –recuerdo la fecha porque ese día tenía un examen muy importante para mí–, Juan apareció en mi casa por la mañana temprano. Yo estaba aturdido por el examen y me disponía a ir a hacerlo cuando llegó. Llevaba desde antes del verano sin verlo y en este corto periodo de tiempo había cambiado profundamente. Estaba mucho más delgado y tenía el pelo enrevesado y largo, y una barba mal cuidada. Llevaba la ropa sucia y desaliñada, por lo me costó un poco reconocerlo, ya que además presentaba unas ojeras muy pronunciadas bajo unos ojos vidriosos y su frente brillaba por el sudor, aunque no hacía mucho calor. También llevaba un paquete cerrado y precintado con cinta aislante en la mano, que me tendió en cuanto le abrí la puerta. Yo lo cogí instintivamente, y antes de que pudiera decir nada fue él quien comenzó a hablar:
- Tienes que hacerme un favor, Carlos.
- ¿Qué te pasa, primo?, parece que llevaras toda la semana sin dormir. Pasa y hablamos...
- Tienes que hacerme un favor –me interrumpió–. Es importante.
- Bueno hombre, ya sabes que haré lo que sea por ti.
- Tienes que destruir el paquete en cuanto me vaya, –dijo sin apartar la mirada de lo que me acababa de entregar– quémalo o haz lo que quieras con él, pero no lo abras. Prométemelo.
- Pero...
- Prométemelo Carlos, por favor.
- Está bien, te lo prometo –accedí–.
- Muchas gracias primo. Ahora tengo que irme –dijo mientras empezaba a andar hacia la escalera–.Tenemos que tomar un café juntos un día de estos. No abras el paquete. ¡Adiós!.
Y sin dar tiempo a nada más se fue. Entonces yo recordé de pronto mi examen. Dejé el paquete en un armario, cogí los apuntes y me fui rápidamente. Al bajar me monté en el autobús, y mientras recapacitaba sobre el extraño encuentro vi de nuevo a mi primo a un par de manzanas tan solo de mi casa. Estaba hablando con un hombre calvo, alto y espigado, muy bien vestido y de porte elegante, lo cual producía un fuerte contraste con el desarrapado Juan. Yo iba en el autobús y le saludé, pero creo que él no me vio. Entonces volví a mis asuntos y continué estudiando.

No vi a Juan ni pensé en el paquete hasta alrededor de una semana después. Yo había hecho mi examen y vuelto a las clases. Fue a la salida de una de ellas cuando me encontré con que mi primo estaba esperándome, pero no estaba sólo. Mantenía una conversación con un hombre. En aquel momento no me percaté, pero debido a la importancia que han dado los acontecimientos a todo lo referente a estos pequeños encuentros, los he revivido muchas veces mentalmente, por lo que puedo afirmar que el individuo con el que hablaba era el mismo que vi desde el autobús días antes. Mantenían una discusión sobre algo que Juan le debía a aquel hombre calvo, pero mantenían la compostura y más que otra cosa parecían viejos amigos aclarando viejos asuntos. El extraño, me fijé, tenía un claro acento vasco. En cualquier caso no pude averiguar mucho más sobre él, ya que al acercarme hizo un gesto de despedida con la cabeza y se marchó tranquilamente. Cuando le pregunté a mi primo sobre este hombre me dijo que sólo lo conocía por unos negocios que iba a hacer con él, y que finalmente no fructificaron. No le pregunté nada más ya que parecía incómodo con el tema.
Pasé toda aquella tarde con Juan, que se había afeitado y cortado el pelo y volvía a parecer una persona. Sin embargo tenía una mirada de cansancio, casi extenuación, que le hacía parecer mucho mayor de lo que era a pesar de que teníamos la misma edad, veintidós. Estuvimos charlando sobre temas intrascendentes a excepción de un momento en el que se puso realmente tenso y me preguntó si me había deshecho del paquete. En aquel momento volví a recordarlo, y como me daba vergüenza decirle que me había olvidado por completo de ello, le dije que lo había quemado. Él pareció aliviado y sonrió con franqueza cuando le confirmé la destrucción. Le pregunté por el contenido del mismo y me dijo que eran unos objetos personales de su padre que tenían mucho valor sentimental para él, pero que lo entristecían en gran medida, por le que le era muy difícil deshacerse de ellos él mismo. Por mi parte, me di por satisfecho con su respuesta.
Esa misma noche, cuando volví a mi piso, abrí el armario y cogí el paquete. Saqué un mechero dispuesto a encenderlo y me alejé de cualquier cosa que pudiera prender con facilidad ante un chisporroteo al quemarlo. Tuve que haberlo incinerado allí mismo sin dejar rastro, pero aún no le daba la importancia que tenía realmente y la curiosidad pudo con el respeto hacia la promesa a mi primo. Así que cogí un cuchillo y corté las apretadas tiras de cinta aislante que lo envolvían, y con una impaciencia impropia de mí, retiré el papel para descubrir definitivamente el contenido que tan nervioso parecía poner a mi primo. Rápidamente la habitación se llenó por completo de un olor a rancio que era inquietante e incluso desagradable. Volví lentamente la mirada, ya que había apartado la cabeza al abrirlo por el olor, pero me iba acostumbrando rápidamente a él. Entonces lo vi.
El libro estaba artísticamente encuadernado en piel negra y tenía unos dibujos en bajorrelieve que representaban a un animal, quizá un dragón, si bien la cubierta no tenía nada escrito en ella. Al abrirlo el olor a viejo se incrementó, aunque las páginas parecían mantenerse en buen estado. Estaba manuscrito y en su interior tampoco tenía título. Estaba compuesto por una gran cantidad de poemas e ilustraciones. Algunos estaban escritos en castellano antiguo y otros en latín, por lo que resultaba francamente difícil comprenderlos. Los pocos de los que pude descifrar algo parecían hablar de la relación del hombre con Dios, pero sobretodo con el demonio, lo cual me hacía sentir intranquilo, porque los textos eran realmente antiguos. En muchos habían anotaciones de distintas manos en los márgenes, algunas en castellano antiguo y otras en el actual, pero carecían de sentido para mí, ya que la mayoría eran palabras sueltas o nombres extravagantes que nunca había oído y que me atemorizaba pronunciar en voz alta. Pero realmente lo más aterrador eran las ilustraciones, que representaban en su mayoría escenas dantescas de muertes horribles, seres demoníacos de los que uno tenía que apartar la mirada, orgías brutales de monstruos con seres humanos, torturas inverosímiles... Sin embargo, el viejo manuscrito embelesaba en su horror y cualquier intento por cerrarlo era rápidamente subyugado por el deseo de continuar ojeándolo. La última página tan solo tenía un nombre, el del autor, escrito en una tinta roja que en un principio me pareció sangre fresca, aunque rápidamente abandone esa idea absurda. El nombre era Martín Fernum.
Cuando me quise dar cuenta ya había amanecido. Acababa de pasar toda la noche absorbido en el libro y en ese instante me encontré cansadísimo, así que me acosté y dormí profundamente hasta primera hora de la tarde.

Los días subsiguientes continué intentando leer el libro sin mucho éxito. Además, cuando estaba en clase, no podía apartar mi mente de los poemas satánicos y las cuidadas ilustraciones que me horripilaban y atraían por igual.
Pasó aproximadamente una semana (hace quince días) y me acordé de mi primo Juan. No iba a decirle que había faltado a mi promesa, pero tenía muchas preguntas inconcluyentes acerca del origen del antiquísimo manuscrito que no se me iban de la cabeza. Fui a su casa sin tener todavía las ideas muy claras sobre qué preguntarle sin ponerme en evidencia. Llamé repetidas veces y nadie contestó. Yo tenía la llave de repuesto de su casa que él me había dado tiempo atrás, así que me aventuré a emplearla y pasé. Tras revisar en la entrada y en la sala de estar fui a su dormitorio, y jamás olvidaré el espectáculo impío que allí presencié. El suelo del pasillo que a éste llevaba estaba caóticamente repleto de hojas quemadas, unas chamuscadas, otras convertidas en cenizas, todas ilegibles. Continué avanzando mientras el ritmo de los latidos de mi corazón se disparaba como un torbellino, y entonces vi a mi primo. Estaba tendido en su cama boca arriba, con las manos sobre el pecho y los dedos entrelazados y parecía dormido, pero no era así. Me acerqué rápidamente a él y lo examiné deseando tener que hacerle los primeros auxilios. No fue necesario, ya que estaba muerto. Lo que más me llamó la atención y al mismo tiempo más me desconcertó fue el hecho de que tenía una mueca de sonrisa de tranquilidad y satisfacción, que me hizo llorar amargamente recordando lo mejor de Juan.
Llamé a una ambulancia a pesar de que era completamente inútil. Mientras esperaba inspeccioné ligeramente la habitación, más por abstraerme un poco de la situación que porque realmente deseara hacerlo, mirando los papeles incinerados difuminados por el dormitorio. No había ninguno en el que se pudiera leer nada excepto el más cercano a la cama, como si fuera lo último que había leído o escrito, y que casi podría considerar una nota de despedida ahora que conozco su significado, ya que ponía: “Por fin destruido, puedo descansar en paz”.

El informe del forense desveló que Juan había muerto cuatro días antes, sin signos de violencia externa ni envenenamiento. La razón de la muerte parecía haber sido la inanición acompañada de una fuerte deshidratación: había muerto por no comer ni beber nada y su rostro reflejaba la felicidad. Lo enterramos tres días más tarde en el pueblo en que habíamos crecido, junto a su padre y su madre, cerrándose así el círculo destructivo que había sesgado impaciente esa rama de nuestro árbol familiar. De la ceremonia no recuerdo casi nada. Yo estaba muy cansado por todo lo acontecido y actuaba como un autómata, dejando a mi padre casi toda la responsabilidad con respecto a las exequias. Sin embargo, recuerdo que entre las numerosas personas que asistieron estaba el vasco calvo que había visto dos veces ya con mi primo. Lo vi durante un segundo, y antes de que se me ocurriera buscarlo desapareció fugaz, si bien estoy absolutamente seguro de que estaba allí.

A mi vuelta a Madrid, pasé un par de días intentando eludir el angustioso tema del libro, pero las dudas que tenía respecto a él me fustigaban sin piedad. ¿Dónde lo había conseguido mi primo?. ¿Quién era Martín Fernum, el autor?. ¿Qué relación había tenido el manuscrito con su decadencia y muerte?. ¿Era aquello a lo que se refería con sus últimas palabras?. ¿Podía un libro causar un efecto tan nocivo a una persona tan cuerda e inteligente como lo había sido Juan?.
No hallaba ninguna respuesta satisfactoria, así que decidí pedir ayuda a alguien que pudiera contarme algo más acerca de los misterios que guardaba el viejo volumen de poesía macabra. Recordé a un profesor retirado, Héctor Pérez Luengo, que había visto en un par de conferencias sobre religiones antiguas acompañando a mi primo, que era un erudito en todo lo referente a cultura y leyendas de la vieja España, y además tenía el curioso hobby de la demonología. Era un individuo de los que no se olvidan con facilidad: alto, el cabello y la barba largos y canos, con nariz aguileña y mirada incisiva. Parecía sacado de las antiguas películas de terror de los años treinta.

Fui a su casa, encontrando la dirección en el listín telefónico, y me recibió sin agrado pensando que era un alumno de historia que iba a preguntarle alguna fastidiosa cuestión. Era tal y como yo lo recordaba, sólo que al verlo de cerca me di cuenta de lo viejo que era, lo cual añadido a su rostro inquietante le daba un aspecto solemne que, aún saliendo en bata y zapatillas, reconozco me cohibió un poco. Ojeé el lugar y en verdad había acudido al hombre indicado. Todo muy ordenado y pulcro, me llamó la atención una estantería repleta de libros antiguos (quizá más que el que llevaba en mi mochila) perfectamente organizados, que parecían sacados de la misma biblioteca de Alejandría. Comenzó a hablar él, de mala gana:
- ¿Quién es usted y qué quiere? –dijo con una voz cavernosa mientras me escudriñaba de arriba abajo–, no me resulta familiar de ninguna de mis conferencias.
- No se trata de eso, señor Pérez. Me llamo Carlos Fernández Valle y no soy alumno de historia –contesté despacio–. Le conozco por referencias que me dio mi primo Juan Fernández, que si lo era. Vengo por si pudiera ayudarme a conocer algo acerca del origen y la naturaleza de un libro de mi posesión.
- Si, conozco a Juan, pero para esa labor puede que yo no sea el más indicado –afirmó mientras yo sacaba el manuscrito y se lo entregaba–. Aunque bueno, le echaré un vistazo.
Cogió el objeto que le tendía y comenzó a mirarlo despectivamente. Sin embargo, a medida que lo observaba, iba creciendo la avidez bibliográfica en sus gestos. Pasamos al salón y se sentó en un sillón, invitándome a que yo hiciera lo mismo con un leve movimiento de su mano.
- Es muy antiguo, ¿de donde lo ha sacado?. Tanto el castellano como el latín parecen del siglo XIV o del XV –prosiguió lentamente, pero sin darme tiempo a responder–, aunque incorpora algunos términos muy posteriores, del XVII o del XVIII quizá, y el tipo de papel corresponde a esta última época. Es muy curioso. Además, no he oído hablar nunca del autor, Martín Fernum –continuó mirando la firma de la última página y cerrándolo cuidadosamente–. No obstante si pudiera dejármelo un par de días, Carlos, estoy seguro de poder estudiarlo y averiguar algo más.
- No quisiera causarle molestias, señor Luengo.
- No se preocupe –dijo con una imprevista e inquietante simpatía–, no soy más que un pobre anciano desocupado. No supone ninguna molestia para mí.
- Está bien. Pasado mañana vendré a recogerlo. Muchas gracias por todo.
Y nos despedimos, dirigiéndome él una sonrisa forzada, imagino que lo más natural de lo que era capaz.

Los dos días siguientes no transcurrieron ociosos para mí. Los pasé entre archivos y bibliotecas investigando sobre Martín Fernum. Al principio no encontré ni una miserable mención a este hombre, que parecía no haber existido jamás. Sin embargo, cuando ya estaba perdiendo toda esperanza se produjo el hallazgo. Vivió, como había sospechado el profesor retirado, a finales del siglo XVII. Su fecha de nacimiento no la encontré en ningún archivo, aunque parece que llegó a gozar de cierto prestigio como poeta, si bien no se conserva ninguna obra suya. Incluso permaneció una breve temporada en el año 1698 en Madrid bajo la protección del vejatorio Carlos II en plena decadencia de la corona española, pero algún violento acontecimiento no clarificado le arrancó bruscamente el beneplácito real, y decidió retirarse en 1699 a San Bartolomé, una aldea castellana hoy desaparecida en la que murió en 1710 cuando los lugareños lo acusaron de brujería y lo enterraron vivo.
Tuvo cuatro hijos varones, de los cuales pude seguirle la pista a uno, Rodrigo, que cambió su apellido por el de Fernández y marchó a Lyon para rehacer su vida. Allí tuvo gran éxito como comerciante y murió en 1766, tras una vida sorprendentemente longeva. Se cree que un nieto de éste llamado Antoine Fernández, al parecer enfrentado con la empresa familiar, volvió a Madrid y se estableció por su cuenta y riesgo en 1842. Y he aquí lo sorprendente. Tanto que cuando lo encontré se me salieron los ojos de las órbitas y tuve que releerlo varias veces para comprobar que no era un error tipográfico, ya que se consideraba altamente probable que un hijo de Antoine fuera el eminente científico Martín Fernández Duque (1850-1913), nombre que no me diría nada de no tratarse de mi propio bisabuelo paterno y el de mi difunto primo Juan.
Este descubrimiento no hizo sino incrementar aún más las dudas que me asaltaban sobre todo lo acaecido.

Entonces –hace una semana– volví a por el libro deseando que Héctor Pérez Luengo me pudiera decir algo que ayudara a esclarecer el misterio.
Lo encontré en su casa, pero el semblante del profesor había experimentado un cambio sensible. Seguía siendo inquietante, pero en lugar de producirse esto por su solemne vejez, ahora parecía más bien por la senilidad que correspondía a su edad, por esa mirada febril y perdida que presentan algunos enfermos mentales.
Tras los correspondientes saludos, pasamos al salón en el que me había recibido en mi anterior visita. Cuando le pregunté cortésmente por el libro, salió de la modorra en que parecía inmerso y me dedicó una mirada incisiva, que rápidamente ocultó comenzando a hablar:
- El libro... el libro –casi susurró frotándose la frente con la mano–, la verdad es que no merece tantas molestias como nos hemos tomado en él. Francamente Carlos, no posee mucho valor.
- Vaya –dije decepcionado–. ¿No ha podido averiguar nada sobre él?.
- No –sentenció escueto.
- De cualquier forma, le agradezco los esfuerzos. Ahora, si pudiera devolvérmelo...
- ¿Devolvérselo? –se revolvió sobresaltado en su asiento–. Sí, claro. Aunque no estaría fuera de lugar dentro de mi colección. Vale menos, pero le ofrezco cincuenta mil pesetas por él. La considero una oferta generosa.
- No, gracias –contesté sorprendido–. Si pudiera dármelo ahora.
- Muy bien.
Entonces se levantó y entró en una habitación comunicante con el salón. Yo me volví hacia él y lo escudriñé cuidadosamente. Era su despacho. Se acercó a un escritorio y vi que cogía el libro, que estaba sobre éste abierto por una sección que reconocí al ver un grabado. Parecía que a pesar de su poca importancia el profesor había estado leyéndolo hacía poco.
Lo cerró y volvió al salón. Alargó el brazo para entregármelo, pero rápidamente lo encogió aferrando fuertemente la mano sobre el manuscrito. Estaba sudando y parecía asustado y empequeñecido.
- ¿Sabe una cosa?, le ofrezco un millón por el manuscrito.
- Un millón... tengo que pensarlo –respondí susurrando, atolondrado por la oferta tan suculenta como inesperada, mientras él me observaba nervioso con las pupilas demasiado dilatadas–. Tengo que pensarlo. Ahora, si no le importa señor Luengo–concluí con la voz más segura que pude, señalando con la mirada al objeto que había pasado en cuestión de minutos de no valer gran cosa a convertirse en un pequeño tesoro.
- Claro –cedió por fin tras una breve pausa que pareció realmente fatigosa para el profesor.
Me tendió el manuscrito, lo cogí, y me di la vuelta para irme. No volví la cabeza, pero estaba seguro de que sus ojos estaban clavados en mi nuca. Creo que pronuncié un seco adiós para el cual no escuché ninguna respuesta.
La cambiante actitud del profesor Luengo me produjo un desasosiego por el cual me guardé para mí los descubrimientos sobre Martín Fernum, que no sé si conocía el anciano.
Salía yo de su casa pensando en la tensa entrevista y en el millón que costaba al menos el libro que llevaba en la mano cuando reconocí al vasco calvo que tuviera negocios con mi primo, sentado al volante de un BMW blanco al final de la calle. Me paré en seco y nuestras miradas se encontraron. Entonces me percaté de que aún no había guardado el manuscrito en la mochila e instintivamente me puse a hacerlo. Cuando volví a mirar, el BMW estaba saliendo pausadamente del aparcamiento y en unos segundos giró en un cruce y desapareció. No podía ser coincidencia. El calvo misterioso me estaba vigilando, e internamente estaba seguro de que aquello que lo relacionaba con mi primo era precisamente el libro. Supe que la situación se me estaba escapando de las manos, o más bien que ni siquiera la había tenido en ellas en ningún momento.

Al atardecer, ya en mi casa, proseguí estudiando el manuscrito con diccionario de latín en mano, a pesar de que muy pocas de las palabras que buscaba aparecían en éste, y la mayoría de las que lo hacían no podían tener relación con las ilustraciones impías, al referirse sobre todo a nombres de plantas o animales, incrementando de esta forma la confusión. Sin embargo, estos nombres se correspondían con algunas de las anotaciones de los márgenes, como si algún antiguo lector hubiera realizado anteriormente la tarea que yo estaba emprendiendo.
Me fijé más detenidamente en estas notas y la letra me volvió a resultar vagamente familiar. Entonces tuve un presentimiento y corrí impaciente a un cajón olvidado de un armario en que solía guardar mi vieja correspondencia. Entre las cartas localicé sin problemas la que buscaba y me dispuse a realizar la comprobación. En efecto, no me equivocaba. La característica caligrafía casi gótica era idéntica. Las anotaciones de los márgenes del libro eran las de mi tío. Quizá realmente mi malogrado primo no me engañó cuando afirmó que el paquete que me entregara para su destrucción contenía “unos objetos personales que pertenecieron a su padre”. Quizá a mi tío se lo dio mi abuelo, y a éste mi bisabuelo. Quizá siempre había sido así desde que Martín Fernum lo escribiera allá por el XVII. Quizá todas estas suposiciones no tuvieran ni pies ni cabeza, quizá.
Estaba absorto teorizando al respecto y pasando las hojas del manuscrito, ojeándolas sin fijarme en su contenido, cuando llegué a la ilustración que estaba estudiando el profesor en su escritorio, y rápidamente me vi absorbido por ella. El escenario era un bosque de árboles retorcidos sin ninguna hoja en sus ramas. A la izquierda aparecía una figura humana desnuda, muy encorvada y demacrada. Con su mano derecha se tapaba una gran abertura en su pecho por la que emanaba sangre y con la izquierda tendía lo que parecía ser su propio corazón, en gesto de ofrecimiento a una grieta abierta en el suelo delante de él. Esta grieta escupía llamas, y de su mismo centro surgía una garra escamosa y negra de dimensiones gigantescas, dispuesta a recoger la impía ofrenda. En la siguiente página descubrí otra ilustración que parecía guardar relación con la anterior. También era en un bosque, pero esta vez los árboles se elevaban con una verticalidad perfecta y tenían sus ramas repletas de hojas negras. En lugar de la figura patética de antes se erguía un musculoso hombre con los brazos abiertos en gesto triunfal, que no habría podido relacionar con el anterior de no ser por la enorme cicatriz que tenía en su pecho. Ya no aparecía la grieta, pero en lugar de ella se desplegaba la sombra del hombre, que respetaba muy poco la anatomía de su dueño. Los brazos eran grotescos y desmedidos, extremadamente largos, mientras que las piernas estaban atrofiadas. Sin embargo, lo horrible era la cabeza, que hundida en el tronco presentaba unos cuernos curvos que parecían formar macabras bocas carcajeándose en el suelo.
Casi sin darme cuenta me encontré leyendo en susurros el texto contiguo a las ilustraciones, a pesar de que no tenía ni idea del significado de las palabras que escapaban de mis labios, pues se trataba de un latín deformado y extraño. Al acabar el poema me embargó una terriblemente súbita sensación de desamparo, como si unos ojos malvados observándome divertidos miraran en mi interior, y yo me encontrara en medio de ninguna parte sin ningún lugar al que dirigirme, sin la posibilidad de poder ocultarme de esa mirada aciaga.
Cerré bruscamente el libro y me acurruqué en el sillón quedándome en posición fetal por el miedo, cerrando los ojos y apretando la mandíbula. No recuerdo el tiempo que pasé en este lamentable estado, pero para mí transcurrieron horas hasta que el cansancio me venció y caí dormido, sumergiéndome en horribles pesadillas que afortunadamente no logro recordar.

Me desperté envuelto en un sudor frío cuando los primeros rayos de luz del día, entrando por la ventana, me dieron en la cara. Me levanté de un salto al recordar la noche anterior, y me quedé plantado mirando fijamente el libro durante unos minutos mientras salía de la vigilia del sueño. Entonces me fijé en que algo antinatural estaba ocurriendo, ya que cuando el sol, que poco a poco iba inundando toda la habitación, llegó hasta el manuscrito, éste comenzó a brillar tenuemente. Pero no reflejando la luz pura del alba, sino con un color propio, un color escalofriante que nunca hasta entonces había visto, un color que es una aberración inimaginable, pues no se parece a ninguno de los conocidos. El brillo era muy débil, pero lo suficiente como para convencerme de que no quería verlo nunca más.
Respiré profundamente y arranqué con violencia con la fijación de destruir el libro, pero en cuanto lo cogí algo me detuvo. No había allí nadie que me lo impidiera, pero sentí todos los músculos de mi cuerpo paralizados y no pude más que dejarlo en el sitio en el que estaba. En ese momento el libro resplandeció por una décima de segundo con ese color indecible, como con un grito de triunfo, y se apagó. Qué me venció, no lo sé. Sin embargo, en mi fuero interno estoy seguro de que la voluntad que pudo aplastantemente conmigo, fue la misma que obligó a mi primo a entregármelo para que lo destruyera y la que nos condenó a ambos. Fue “su” voluntad. La del libro.
La única decisión que pude tomar en aquel momento fue la de salir tambaleándome de mi casa, sin un sitio al que ir y sin uno al que regresar.

Absorto huí sin rumbo durante un tiempo impreciso. Probablemente horas vagando por las calles de un soleado Madrid hasta que al fin pude volver a ser dueño de mí mismo y dominar el miedo. Entonces tomé la firme decisión de volver y vencerle, aunque me costara perder la cordura. Durante el regreso fui preparándome psicológicamente para la encarnizada lucha que me esperaba en mi casa. Tenía que cumplir la promesa que hice a mi primo, y que la estúpida curiosidad me hizo trivializar injustificadamente.
Al fin llegué a mi casa y entré en la cocina sin dedicar siquiera una mirada a la mesa donde se encontraba. Encendí el fuego del horno y giré el mando hasta el tope, convirtiendo la débil línea de fuego azulado en una poderosa arma ígnea. Volví resueltamente a la mesa y en ese momento vi que estaba vacía. Paseé la mirada por toda la habitación y no encontré nada. Apagué el fuego y continué atónito con una búsqueda que resultó infructuosa. No me explicaba lo ocurrido cuando, caminando hacia fuera, caí en lo que en otras circunstancias hubiera resultado obvio. La cerradura de la puerta de entrada estaba reventada. Y a juzgar por la huella de zapato en la madera parecía que la habían forzado por el clásico y efectivo sistema del patadón.
Bajé corriendo las escaleras intentando perseguir a alguien que seguramente se había largado hacía horas, pero esto no lo razoné hasta llegar a la puerta del edificio. Sin embargo, al llegar a la calle, volví a encontrarme con el BMW blanco, esta vez unos veinte metros más abajo en mi propia acera. Me acerqué furioso por el robo para tener unas palabras con el vasco calvo, pero justo en el momento en el cual comprobaba que efectivamente era él quien estaba al volante, el coche arrancó y salió rápidamente, pero sin llamar la atención.
Así que era el calvo el que me lo había robado. Muy sencillo, siguiéndome hasta mi casa y esperando que yo me fuera para entonces arrebatarme mi tesoro. Sin embargo, un detalle fundamental dilapidaba este razonamiento. Si el calvo vasco del BMW ya lo tenía, ¿por qué seguía vigilándome?. Esta cuestión conducía directamente a la que me sacó de dudas: ¿quién más estaba interesado en el manuscrito?.
Salí rápidamente hacia la casa del profesor.

Tras seis estaciones de metro y un cuarto de hora en el autobús me encontré ante su esta vez nada dulce hogar. La puerta estaba abierta y pasé sin llamar. Inmediatamente percibí un olor rancio y nauseabundo, parecido al de los hospitales, pero mucho más intenso. Me puse un pañuelo en la cara para evitarlo en la medida de lo posible y comencé a andar. La entrada no presentaba aparentemente nada fuera de lo normal y el salón en que me recibió tampoco, excepto por el hecho de que la amplia biblioteca se había reducido profundamente, quedando varias estanterías vacías. El despacho se encontraba de forma similar. Me disponía a inspeccionar el dormitorio cuando oí un leve pero angustioso gemido. Me acerqué a donde creía haberlo escuchado y encontré unas escaleras hacia abajo que hasta entonces no había visto.
Comencé a bajarlas seriamente preocupado de que mi respiración acelerada o los latidos frenéticos de mi corazón me delataran por hacer demasiado ruido en medio de un silencio cerrado y tedioso. Cuando bajé hasta el final de la escalera, vi que ésta desembocaba en una estancia con un pasillo, todo ello inmerso en una agobiante oscuridad tan solo rota irregularmente por un débil resplandor proveniente del final del corredor. Esperé un minuto hasta que mis ojos se acostumbraron y pude ver donde estaba. La habitación era muy pequeña y sin amueblar y el pasillo no era más que un estrechamiento de ésta en su extremo. Todo el suelo estaba repleto de los libros desaparecidos de las estanterías de arriba. Algunos de ellos estaban abiertos con páginas señaladas o directamente arrancadas. Tenían ilustraciones igual de macabras a las del mío, pero ninguno de ellos era el que yo buscaba. El hedor se hacía cada vez más insoportable.
Me apreté el pañuelo contra la boca y comencé a caminar pausadamente hacia el resplandor. El pecho me dolía y el corazón quería salírseme. Poco a poco fui vislumbrando lo que había más allá. Más libros en el suelo con un resplandor rojizo, y hierbas medio quemadas en cuencos de aceite. Justo antes de entrar logré escuchar el sonido de algo al arrastrarse. No tenía con que defenderme, pero cerré el puño de la mano libre y di los últimos pasos firmemente.
La estremecedora escena hizo que se me cayera el pañuelo de la mano, y yo mismo casi trastabillé.
El suelo del sótano se encontraba decorado con formas geométricas pintadas en rojo sangre que brillaban con malicia a la luz de un par de antorchas, las únicas fuentes de luz simétricamente colocadas en lo alto de un escritorio convertido en improvisado púlpito al fondo de la habitación. Su resplandor también hacia emitir destellos a los ojos del profesor, que yacía en el mismo centro de un triángulo de un par de metros de lado dibujado en el suelo. Estaba descamisado y boca arriba, y en su pecho tenía un profundo surco de un palmo de largo y tres centímetros de profundidad por el que cada vez quedaba menos sangre que emanar, a juzgar por el inmenso charco sobre el que estaba. Pensé que estaba muerto, pero de repente movió un brazo. Me acerqué y puse mi cabeza a medio metro de la suya por si aún podía verme, mientras que con las manos le taponaba inútilmente la herida. Comenzó a susurrar muy despacio, entre respiraciones entrecortadas:
- ¿Carlos?, ... perdóneme Carlos. Pensé que su grimorio –hizo una pausa para tomar aire–, me podría devolver la juventud. Soy muy viejo –paró de nuevo y pareció aún más viejo por la palidez de la muerte–. No me quedaba mucho, y no siento curiosidad por saber que hay tras el túnel. Pero –inspiró otra vez– es su grimorio, es su herencia, sólo usted puede...

Y no volvió a respirar nunca más.
Me levanté aturdido y con los brazos manchados con la sangre del profesor e inmediatamente clavé la mirada iracunda sobre mi herencia, depositada cuidadosamente sobre el púlpito, abierta por una parte que me era de sobra conocida. Me lancé sobre ella y la aferré furioso. Forcejeando titánicamente contra la nada la empujé hacia una antorcha cuya llama se encendió lustrosa.
Con el primer crepitar de las hojas del manuscrito las fuerzas me abandonaron de golpe. Las manos se me abrieron y cayó al suelo. De improviso el sótano se ilumino con un remolino de colores surgidos del grimorio. Eran los mismos que me habían hecho huir de mi casa, igual de antinaturales, pero supe que mucho peores ya que el libro estaba encolerizado.
El primer golpe fue quizá el más doloroso. El remolino teñido en el averno se hizo más intenso y se condensó en un punto para lanzarse con furia contra mis costillas. Sentí como si me arrancara de cuajo músculos y tendones sin perforarme siquiera la piel. Grité de dolor. Grité, grité y me mordió de nuevo. Me destrozó la rodilla y caí al suelo de espaldas al grimorio. No pude seguir gritando porque el tercero me alcanzó en la mandíbula y me la partió en mil fragmentos. Continuó cebándose a su gusto conmigo en el suelo y luego desapareció espaciadamente.

No estoy seguro, pero creo que mientras estaba inmóvil en el suelo, antes de desmayarme un hombre que bien podría ser el vasco calvo del BMW entró en la estancia, se paró frente a mí, sonrió, me rodeó, cogió algo y volvió a marcharse por donde había venido.


El resto de la historia ya lo conocen. Me desperté en el hospital. Alguien debió oír mis gritos y llamó a la policía. No puedo hablar porque prácticamente no tengo mandíbula y estoy repleto de moretones negruzcos por todo mi cuerpo. Nadie me cuenta lo que pasó con el libro. Pasan los días y en contra de los diagnósticos que me hicieron, estoy cada vez peor. Además no duermo casi, ya que cada vez que lo hago vuelven a mí los colores espectrales. El dolor me puede y me sedan. Como me estoy muriendo, ante el asombro de los médicos que no pueden explicar la naturaleza de mis heridas cada vez más grandes e infectadas, ustedes deciden tomarme declaración ya sobre lo acontecido en la casa del profesor antes de que sea demasiado tarde, aunque a mi no me lo cuentan de esta forma tan áspera.
No puedo hablar, pero coopero. He pedido instrumentos de escritura y que hoy no me seden para que el poco raciocinio que aún conservo no se vea anulado. Escribo lo presente. He intentado aproximarme lo más posible a los hechos que han acabado conmigo y que me harán morir dentro de muy poco, y no sé qué parte de sobrenatural hay en todo esto. Hace tanto tiempo que no duermo que no puedo recordarlo, pero los colores comienzan a aparecer estando despierto, y creo que sólo yo los veo. Únicamente les ruego que si encontraron algo del libro y mis intentos por quemarlo fueron insuficientes, no lo lean y lo destruyan sin contemplaciones, y comprendan que todo lo que les he narrado es para intentar convencerles del peligro que engendra.

Al menos sé que me queda poco para escapar al fin del infierno coloreado que me tortura sin tregua. Al menos sé que me queda poco para poder por fin descansar en paz.

Leer esto

Recurso de apelación. The Coca Cola Company y otros.

Contra la sentencia dictada por la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Civil y Comercial Federal, que hizo lugar a la medida cautelar solicitada por la parte actora, interponen recurso extraordinario Pepsi, Baesa, Embotelladora S.A. y David Ratto BBDO S.A., los que fueron parcialmente concedidos por el a quo, habiendo acudido en queja los recurrentes por los aspectos en que fue denegado.
El juez de primera instancia se declaró incompetente para entender las actuaciones, y esta decisión fue apelada por la parte actora. La Cámara revocó lo resuelto y se avocó directamente al estudio de una medida cautelar que había sido solicitada ante el juez de grado, a la que hizo lugar en la decisión recurrida por la vía extraordinaria.
La jurisdicción de los tribunales de segunda instancia está limitada por el alcance de los recursos concedidos que determinan el ámbito de su competencia decisoria, y la prescindencia de tal limitación causa agravio a las garantías constitucionales de la propiedad y la defensa en juicio.
Esta doctrina tiene aplicación en el presente caso ya que el recurso de apelación deducido por la parte actora versaba únicamente sobre la competencia de los tribunales en razón de la materia. En estas condiciones, la Cámara no tenía facultades para decidir la traba de una medida cautelar que había sido requerida ante el juez de primera instancia y sobre la que éste no se había expedido.
Esta decisión recurrida causa un agravio de imposible reparación ulterior, pues la Corte expresó que la doble instancia no tiene jerarquía constitucional, salvo cuando las leyes específicamente la establecen.
La regulación legal de las que se apartó la Cámara autoriza que las medidas cautelares sean dictadas "inaudita parte", como medio idóneo para asegurar su eficacia, pero permite que la decisión sea recurrida por reposición o apelación, subsidiaria o directa. El régimen legal garantiza que la cuestión pueda ser examinada por 2 tribunales diferentes y que la parte perjudicada por lo resuelto pueda ejercitar su defensa en la oportunidad pertinente. La exigencia legal de la doble instancia cumple una función estrechamente vinculada con la garantía constitucional de la defensa en juicio, motivo por el cual la decisión que arbitrariamente se aparta de las disposiciones que rigen el caso, agravia severamente dicha garantía, a la vez que afecta la del debido proceso.
Las garantías constitucionales que se invocan como vulneradas por los recurrentes guardan relación directa e inmediata con lo resuelto.
Por lo que se declaran procedentes las quejas intentadas, se hace lugar a los recursos extraordinarios deducidos, y se deja sin efecto la sentencia recurrida.


Artículo 32 de Ley de Partidos Políticos:

Las decisiones que adopten las juntas Electorales desde la fecha de convocatoria de las elecciones partidarias internas hasta el escrutinio definitivo inclusive, deben ser notificadas dentro de las 24 hs y serán susceptibles de apelación ante el juez federal con competencia electoral correspondiente. El juez decide el recurso sin más trámite y su resolución será inapelable.
El fallo de la Junta Electoral sobre el escrutinio definitivo es apelable ante el juez federal con competencia electoral correspondiente, que deberá decidirlo sin más trámite en las 72 hs de promovido.
Los recursos previstos se interponen debidamente fundados ante la Junta Electoral que elevará el expediente de inmediato.
Salvo el caso del primer párrafo las resoluciones judiciales que se dicten son susceptibles de apelación ante la Cámara correspondiente. El recurso se interpone debidamente fundado ante el juez federal con competencia electoral quien lo remite de inmediato al superior.


CONCLUSION.


De lo analizado precedentemente se puede establecer un paralelismo que determine cuando se está violando o no la defensa en juicio, como así también la doble instancia.
Del análisis del art. 8 inc 2 punto H del Pacto de San José de Costa Rica establecemos que "toda persona culpada de un delito tiene derecho durante el proceso a determinadas garantías mínimas, entre las cuales se encuentra el derecho de recurrir del fallo ante el juez o tribunal superior". Este principio rige sólo en materia penal.

Si también analizamos el art. 198 del CPCC, establecemos que "las medidas precautorias se decretan y cumplen sin audiencia de la otra parte. La providencia que admita o deniegue una medida cautelar es recurrible por vía de reposición, también se admite la apelación, subsidiaria o directa".
Del fallo analizado se deduce que se violó la defensa en juicio de la parte actora, ya que la Cámara decidió a cerca de una medida precautoria sin que antes sea decidida por el juez de primera instancia. La parte actora tiene derecho a apelar la decisión, pero en el caso concreto eso no era posible porque la Cámara en vez de decidir a cerca de la incompetencia del juez de primera instancia decide respecto de la medida.
Si bien la doble instancia no tiene jerarquía constitucional, en este caso hay una ley que específicamente lo establece, que es el mencionado art. 198 CPCC.
Con respecto al art. 32 de la Ley de Partidos Políticos, podemos ver que en el caso del primer párrafo las resoluciones que se adopten desde la fecha de la convocatoria de las elecciones partidarias internas hasta el escrutinio definitivo son inapelables. En este caso no se está afectando el derecho de defensa en juicio porque así lo establece la ley.
En el segundo párrafo del mismo artículo vemos que sí son apelables las resoluciones sobre el escrutinio definitivo, en este caso si no permitiera la doble instancia si se violaría la defensa en juicio de quien interponga la acción.
Como conclusión hay que tener en cuenta si existe o no una ley que reglamente el ejercicio de la doble instancia. En el fallo existía dicha ley y por ello se violó el derecho de apelar de la parte actora. En el caso del art. 32 de la Ley de Partidos Políticos no se viola ya que allí se establece la inapelabilidad de las resoluciones (primer párrafo), y sí se viola si no se concede la doble instancia en el caso del segundo párrafo.

quejarme

El día 18 de marzo del corriente año siendo las 20:02 como indica el boleto que tengo en mi poder, subtepass M13 808: 263.692, me encontraba en la línea A de la estación Plaza de Mayo. En el momento previo de bajar del vagón en la estación Callao mi campera marca Reebox que tenía en el brazo se engancho con un elemento punzante, que sobresalía del respaldo de un asiento, por lo que se rasgó la tela de la campera.

No es mi intención reclamar indemnización alguna por el daño material causado pero sí que controlen el estado de los vagones para que esto no vuelva a ocurrir. Por suerte el daño no fue más allá de la pérdida material, ya que en vez de haberse afectado la campera podría haber tenido un daño fisico, con todo lo que esto significa, incluida la aplicación de la vacuna antitetánica.

El vagón en donde ocurrió lo relatado es el número 30 y el asiento es el que posee 3 lugares para sentarse, se encuentra en la parte final del vagón corriendo el convoy en sentido a Primera Junta.

Agradeceré se me informe el resultado de la reparación a mi domicilio C. A. B. A.

Espero una pronta respuesta.

Este es el listado del ranking

1
Justine Henin
2
Maria Sharapova
3
Jelena Jankovic
4
Amelie Mauresmo
5
Svetlana Kuznetsova
6
Ana Ivanovic
7
Serena Williams
8
Anna Chakvetadze
9
Martina Hingis
10
Nadia Petrova
11
Elena Dementieva
12
Dinara Safina
13
Daniela Hantuchova
14
Nicole Vaidisova
15
Patty Schnyder
16
Shahar Peer
17
Tatiana Golovin
18
Na Li
19
Vera Zvonareva
20
Marion Bartoli
21
Katarina Srebotnik
22
Sybille Bammer
23
Tathiana Garbin
24
Anabel Medina Garrigues
25
Alona Bondarenko
26
Lucie Safarova
27
Ai Sugiyama
28
Samantha Stosur
29
Francesca Schiavone
30
Mara Santangelo
31
Venus Williams
32
Olga Poutchkova
33
Michaella Krajicek
34
Severine Bremond
35
Meilen Tu
36
Martina Muller
37
Gisela Dulko
38
Nicole Pratt
39
Katerina Bondarenko
40
Agnieska Radwanska
41
Julia Vakulenko
42
Sania Mirza
43
Eleni Daniilidou
44
Maria Kirilenko
45
Shuai Peng
46
Nathalie Dechy
47
Elena Likhovtseva
48
Emilie Loit
49
Meghann Shaughnessy
50
Yung-Jan Chan
51
Victoria Azarenka
52
Roberta Vinci
53
Tamarine Tanasugarn
54
Milagros Sequera
55
Tamira Paszek
56
Aravane Rezai
57
Jill Craybas
58
Lourdes Dominguez Lino
59
Akiko Morigami
60
Jie Zheng
61
Vassilissa Bardina
62
Virginie Razzano
63
Kaia Kanepi
64
Karin Knapp
65
Lindsay Davenport
66
Maria Elena Camerin
67
Alla Kudryavtseva
68
Elena Vesnina
69
Anastassia Rodionova
70
Laura Granville
71
Alicia Molik
72
Ashley Harkleroad
73
Vera Dushevina
74
Shenay Perry
75
Vania King
76
Anastasia Myskina
77
Camille Pin
78
Tzipora Obziler
79
Raluca Olaru
80
Jelena Kostanic
81
Yaroslava Shvedova
82
Agnes Szavay
83
Aiko Nakamura
84
Ekaterina Bychkova
85
Angelique Kerber
86
Dominika Cibulkova
87
Flavia Pennetta
88
Tatiana Poutchek
89
Timea Bacsinszky
90
Aleksandra Wozniak
91
Edina Gallovits
92
Catalina Castano
93
Iveta Benesova
94
Virginia Ruano Pascual
95
Tatjana Malek
96
Eva Birnerova
97
Olga Savchuk
98
Yvonne Meusburger
99
Stephanie Cohen Aloro
100
Varvara Lepchenko